lunes, 14 de octubre de 2013

Ángel


A los niños les fascinan las estatuas vivientes. Se plantan ante ellas y las contemplan de manera fija, como tratando de desvelar un truco que sencillamente no existe. Son nuestros mimos urbanos, las esculturas en las que jamás se cobijarán ni irán a morir a sus pies las golondrinas, pero tras de cuya rigidez late el corazón de un artista. Considerarlos otra cosa sería un insulto a su dignidad. Son artistas que infravaloramos cada vez que pasamos de largo, que animan nuestro paseo cotidiano y ante los que es un pecado no detenerse. Este ángel, clavado como una extraña Victoria de Samotracia con un toque de divinidad ante la misma fachada de la Catedral me provocó una rara sensación interior, la de sentirme muy bajito ante tal derroche de profesional compostura. Los niños nos dan una lección y se detienen ante ellos y ellas con reverencial temor y admiración. Lo curioso es que en el fondo nos da vergüenza echar unas monedas, pues normalmente nadie pasa de los veinte céntimos y para ridículo nuestro nos son correspondidos, siempre, por la reverencia que estos artistas nos brindan -como un resorte- para gratificar nuestra dádiva.
Preciosa escenificación.

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